martes, 21 de abril de 2009

jueves, 16 de abril de 2009

Narración: Cuadro “La madre del mundo”.

Abrí lentamente los ojos, aún no quería despertar. La luz baja de un típico día nublado me recordó la sensación de tristeza que me ahogaba la noche anterior, la misma sensación que surgía en estos momentos.
La mañana pasó sin que cambie mi estado de ánimo. Mientras me duchaba, las imágenes de la discusión y de la última frase con que terminó de gritar y salió de la casa me hicieron entender que era mi siguiente recuerdo a olvidar.
Me vestí con ropa holgada, recogí mi cabello en una cola y salí pronto de mi casa, no tenía ganas de arreglarme más.
No estaba acostumbrada a esta sensación. Yo, que cada me mostraba feliz por el cielo, las flores o la gente; hoy sólo quería dejar pasar todos esos detalles para enfocarme en eso: mi tristeza.
Caminé sin rumbo fijo por el filo del parque, con la cabeza gacha, la mirada clavada en mis pasos que hacían retumbar el cemento, aunque no se notara la vibración. No quería alzar la mirada, porque tenía miedo de enfrentar ese mundo que siempre me había resultado tan mágico y bello, y descubrir que ya no era así, que ya no volvería a ser así.
Lo único que hizo que mire a mi alrededor fue el rugido de mi estómago en señal de hambre. Había estado caminando demasiado tiempo, el cielo estaba medio oscuro cuando entré en ese café.
Cuando abrí la puerta de entrada el cambio de aire me llegó por todo el cuerpo, el café era cálido y acogedor; y estas sensaciones eran las que menos quería y más necesitaba entonces.
Era un local agradable, arreglado con cosas rústicas y medievales. Las paredes eran de piedra lisa, las mesas y las sillas de madera negra, las luces amarillas y bajas, complementadas con tres antorchas pequeñas, que daban al ambiente sombras más marcadas y profundas.
Me saqué la chompa y fui caminando hacia una mesa alejada, que tenía puesto sólo para dos. El mesero se acercó y dije que quería un café, sólo un café.
Se había ido. Sus acciones, sus palabras, sus miradas, eran ahora las causas de que mi tristeza estuviera viva y expresándose con cada lágrima. El mesero se sobresaltó al ver mi rostro con rastros de llanto, pero no dijo nada, sólo dejó el café y se fue, con unas cuantas miradas en su camino hacia el fondo del local.
Siempre me expresaba con lágrimas cuando la emoción era demasiado fuerte. Con el último sorbo de café brotó la última lágrima del día, y eso me reanimó un poco. Seguía triste, pero al fin me había calmado. La gente en las mesas reía y conversaba, me causó gracia ver que en la mesa del frente había un chico intentando coquetearme.
Pero aún no me atrevía a mirar el cielo y el parque a través de la ventana, por lo que me concentré al máximo en la chica que tomaba Coca- Cola mientras leía uno de mis libros favoritos.
En medio de mi campo de visión pasó un chico con una mancha azul en el brazo que me llamó la atención, en principio por su color, y luego porque la reconocí al instante.
El joven era de unos catorce años. Llevó el cuadro hasta la pared del fondo, y saltó de una manera muy graciosa cuando me vio justo atrás de él, a unos centímetros de “La madre del mundo”.
No me moví cuando el joven pasó a mi lado, riéndose por el susto. Ahí estaba ese cuadro tan maravilloso, con esa figura femenina tan divinamente pintada, que sentí más orgullo de ser mujer.
Los recuerdos vinculados al cuadro sirvieron para recordar mi feliz esencia. Se había ido, sí, pero yo… yo y mi esencia seguíamos justo aquí.
El dolor se mantuvo en el centro del pecho, pero ya estaba tranquila. Me calmé, suspiré y alcé la vista hacia la ventana. Casi había oscurecido por completo, aún no había estrellas. Los árboles eran siluetas oscuras y la gente caminando era escasa.
Volví la vista al cuadro nuevamente. Aquella dulce mujer parecía decirme: “vas a estar bien”, y yo sabía que así sería.
Dejé el dinero en la mesa y salí al exterior. El frío era más fuerte de lo normal, aún me recordaba el ánimo bajo y deseperado que  sentía, pero salí de ese café con una idea: pase lo que pase, al final iba a estar bien. 

Decepción

Una de las cosas que soñaba poder hacer de pequeña era poder mover objetos sin tocarlos, sin tener contacto físico con ellos. Debo admitir que esos sueños no se han ido, aunque el tiempo presente no viene al caso.
Era de tarde, porque la luz que se filtraba en las ventanas era la de las cuatro de la tarde, más o menos. No recuerdo mi edad exacta, aunque supongo que tendría unos diez años. Estaba tomando una ducha, exagerando en el tiempo de estar ahí, por la agradable sensación de sentir el agua cubriéndome, mientras jugaba con mi imaginación, como siempre.
Recuerdo que era época de carnaval, así que llevé a la ducha una bomba roja, para jugar con ella. La pequeña bomba estaba inflada con aire, a medias, era una pequeña bolita.
Jugaba, lanzando la bomba hacia arriba sin dejar que caiga, hasta que, inevitablemente, se cayó.
Me agaché para recogerla, estiré la mano, pero en vez de coger la bomba con los dedos, como normalmente se hace, sin querer resbalé un poco y topé el objeto con la palma de mi mano. Cuando alcé la mano, la bomba de carnaval estaba pegada a mi palma sin nada que la estuviera sosteniendo. Me sentí mágica.
En un segundo sentí emoción, miedo, y alegría, consecutivamente. Luego, sin levantarme de mi posición: hincada casi al ras del piso, intenté que el pequeño fenómeno volviera a ocurrir. Dejaba el objeto en le suelo y, con mi palma, sin tocarlo para nada, intentaba que se uniera a mi mano y se quedara ahí. Muchas veces fallé y la bomba caía sin poder romper su dependencia a la gravedad, pero otras cuantas lo lograba, la bomba se pegaba a mi palma y se mantenía ahí. Si no pasaba eso, yo movía mi palma lentamente de un lado para el otro, y la bomba seguía este curso como unida por la energía. Cada nuevo logro hacía que un calor se formara en el centro de mi mano, fuerte, y más fuerte cada vez,
Estaba tan concentrada en mis juegos que la única forma de salir de la ducha fue un grito un poco molesto de mi ma, diciendo que ya había pasado mucho tiempo. No quería hacerle caso, pero la piel arrugada de mis dedos me avisó que en realidad ya había pasado el tiempo.
Salí corriendo, me vestí y me peiné tan rápido que parecieron actos inconscientes. Sentado en mi cama, con la bomba frente a mí, estaba dispuesta a no moverme hasta lograr que volara. Pero luego de tiempo e intentos fallidos, no pasó nada.
En este nuevo sitio, la bomba ya no le hacía caso a mi mano. Movía la palma encima de ella pero la bomba seguía estable. La cogía con mis dedos y la ubica en la palma, daba la vuelta, y se caía. No se movía, no se producía ese calor en mis manos, nada, nada, ya nada de magia.
Mi único e ilógico consuelo fue que la ducha era mi sitio específico para hacer magia. Cuando me cansé de intentarlo y mi ánimo decayó lo suficiente para no seguir, comencé a pensar. Y luego de un tiempo la razón me explicó lo que había pasado: Había sido el agua en mis manos la que había hecho que la bomba no se cayera cuando estaba pegada a mi palma. No había hacho magia.
Esa fue una gran decepción, claro, luego pensé más y no encontré razón para el calor o para el hecho de que la bomba siguiera a mi mano sin tocarla, pero en ese momento lo único que entendí fue que el agua y la bomba habían sido las causantes de esa fuerza que según yo, salió de mi mente.

3 Palabras: viernes, paracaídas, viernes. (Ella y Grace)

El viernes pasado escuché una historia bastante extraña. Me pareció un cuento de fantasía.
Mientras leía una revista en la librería del barrio, oí una conversación en el otro están, entre una mujer y un hombre. Ella era gruesa, y él era tan delgado como un bastón antiguo.
Ella hablaba muy emocionada y, tomando en cuenta que estábamos en un sitio público, con voz muy alta:

- Nunca podrías creer lo que te voy a contar. Hace dos días todo estaba muy normal, hasta que vi a mi hermano menor desesperarse porque no encontraba su nuevo sacapuntas. Se movía por la casa desordenando todo. Buscaba debajo de los sillones, entre las grietas de las paredes, en los cajones del armario, por todas partes.
Pasaba el tiempo y mi hermano no encontraba su preciado sacapuntas. Sin exagerar te digo que su actitud rayaba en la locura. Jalaba sus cabellos de tal forma que parecía un genio desquiciado.
De repente se quedó quieto y dejó de buscar. Habló, más para sí mismo que para mí, diciendo que la vida era muy corta como para perder el tiempo en cosas tan sencillas. Me sorprendió mucho cuando empezó a hablar se su sueño de infancia:

- Siempre he querido ser paracaidista, y hoy lo cumplo.
Salió de la casa y no supe más de él en todo el día, hasta que vi el noticiero de la noche. Me senté en la sala y prendí la tele. Grité llena de asombro al ver una toma de mi hermano en las noticias.
El presentador contaba que un joven cayó en medio de un auditorio con un paracaídas. En el auditorio se estaba presentando una ópera de Puccini. Había mucha gente, vestida elegante. Cuando el joven cayó, el público creyó que era parte del espectáculo, así que el auditorio se llenó de aplausos. Sin embargo, luego de unos minutos la policía llegó y se lo llevó.
Un reportero le preguntó al joven cómo se sentía, y el chico afirmó que estaba muy feliz por cumplir su sueño, pues para él, ser paracaidista era como ya no volver a pensar en el sacapuntas.

Apagué la televisión pensando que tal vez nadie hubiese entendido lo del sacapuntas, tal vez nadie, excepto yo.