jueves, 16 de abril de 2009

Narración: Cuadro “La madre del mundo”.

Abrí lentamente los ojos, aún no quería despertar. La luz baja de un típico día nublado me recordó la sensación de tristeza que me ahogaba la noche anterior, la misma sensación que surgía en estos momentos.
La mañana pasó sin que cambie mi estado de ánimo. Mientras me duchaba, las imágenes de la discusión y de la última frase con que terminó de gritar y salió de la casa me hicieron entender que era mi siguiente recuerdo a olvidar.
Me vestí con ropa holgada, recogí mi cabello en una cola y salí pronto de mi casa, no tenía ganas de arreglarme más.
No estaba acostumbrada a esta sensación. Yo, que cada me mostraba feliz por el cielo, las flores o la gente; hoy sólo quería dejar pasar todos esos detalles para enfocarme en eso: mi tristeza.
Caminé sin rumbo fijo por el filo del parque, con la cabeza gacha, la mirada clavada en mis pasos que hacían retumbar el cemento, aunque no se notara la vibración. No quería alzar la mirada, porque tenía miedo de enfrentar ese mundo que siempre me había resultado tan mágico y bello, y descubrir que ya no era así, que ya no volvería a ser así.
Lo único que hizo que mire a mi alrededor fue el rugido de mi estómago en señal de hambre. Había estado caminando demasiado tiempo, el cielo estaba medio oscuro cuando entré en ese café.
Cuando abrí la puerta de entrada el cambio de aire me llegó por todo el cuerpo, el café era cálido y acogedor; y estas sensaciones eran las que menos quería y más necesitaba entonces.
Era un local agradable, arreglado con cosas rústicas y medievales. Las paredes eran de piedra lisa, las mesas y las sillas de madera negra, las luces amarillas y bajas, complementadas con tres antorchas pequeñas, que daban al ambiente sombras más marcadas y profundas.
Me saqué la chompa y fui caminando hacia una mesa alejada, que tenía puesto sólo para dos. El mesero se acercó y dije que quería un café, sólo un café.
Se había ido. Sus acciones, sus palabras, sus miradas, eran ahora las causas de que mi tristeza estuviera viva y expresándose con cada lágrima. El mesero se sobresaltó al ver mi rostro con rastros de llanto, pero no dijo nada, sólo dejó el café y se fue, con unas cuantas miradas en su camino hacia el fondo del local.
Siempre me expresaba con lágrimas cuando la emoción era demasiado fuerte. Con el último sorbo de café brotó la última lágrima del día, y eso me reanimó un poco. Seguía triste, pero al fin me había calmado. La gente en las mesas reía y conversaba, me causó gracia ver que en la mesa del frente había un chico intentando coquetearme.
Pero aún no me atrevía a mirar el cielo y el parque a través de la ventana, por lo que me concentré al máximo en la chica que tomaba Coca- Cola mientras leía uno de mis libros favoritos.
En medio de mi campo de visión pasó un chico con una mancha azul en el brazo que me llamó la atención, en principio por su color, y luego porque la reconocí al instante.
El joven era de unos catorce años. Llevó el cuadro hasta la pared del fondo, y saltó de una manera muy graciosa cuando me vio justo atrás de él, a unos centímetros de “La madre del mundo”.
No me moví cuando el joven pasó a mi lado, riéndose por el susto. Ahí estaba ese cuadro tan maravilloso, con esa figura femenina tan divinamente pintada, que sentí más orgullo de ser mujer.
Los recuerdos vinculados al cuadro sirvieron para recordar mi feliz esencia. Se había ido, sí, pero yo… yo y mi esencia seguíamos justo aquí.
El dolor se mantuvo en el centro del pecho, pero ya estaba tranquila. Me calmé, suspiré y alcé la vista hacia la ventana. Casi había oscurecido por completo, aún no había estrellas. Los árboles eran siluetas oscuras y la gente caminando era escasa.
Volví la vista al cuadro nuevamente. Aquella dulce mujer parecía decirme: “vas a estar bien”, y yo sabía que así sería.
Dejé el dinero en la mesa y salí al exterior. El frío era más fuerte de lo normal, aún me recordaba el ánimo bajo y deseperado que  sentía, pero salí de ese café con una idea: pase lo que pase, al final iba a estar bien. 

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